Próximamente una droga, acaso a la venta en la farmacia del barrio, nos ayudará a olvidar los recuerdos más traumáticos de nuestra vida o a curarnos de la adicción a otras sustancias. Pero este desarrollo científico, que parece sacado de un relato sci-fi, supone numerosos dilemas éticos.
Como si se tratase de las aguas del mítico Leteo, el río del inframundo griego que hacía olvidar su vida pasada a las almas de los difuntos, parece cada vez más próximo el día en que engullendo algo seamos capaces de modificar nuestra memoria y olvidar ciertos recuerdos, especialmente los que nos provocan pena y dolor.
Algunos desarrollos contemporáneos avanzan en la creación de píldoras diseñadas para modificar la manera en que una persona se relaciona con sus recuerdos. Por el momento el objetivo principal de estas drogas es asistir (un poco irónica o paradójicamente) el tratamiento de ciertas adicciones (a la cocaína en particular) y también el de traumas severos.
En el caso de la adicción a la cocaína, científicos de la Universidad de Cambridge han realizado experimentos con ratas a las que se les administró una sustancia que bloquea los receptores NMDA del cerebro (asociados al aprendizaje y la memoria). Acto seguido se les atiborró de cocaína, induciéndoles una adicción frenética mientras se les flasheaba con una luz. Más tarde se repitió el estímulo lumínico —asociado en los roedores con la cocaína y también con otros comportamientos suyos previos a que se les suministrara el alcaloide—, pero las ratas que tenían químicamente bloqueados los receptores NMDA no se mostraron desesperadas o ansiosas por obtener cocaína. Esta reacción sugiere nuevas vías en el tratamiento de la adicción a la cocaína, acaso una manera mucho más sencilla y pronta de resolverla.
En cuanto a la droga anti-trauma, esta se desarrolla en la Universidad de Montreal, una investigación a cargo de Marie-France Marin, estudiosa de la neurociencia que estudia los efectos de la sustancia conocida como “metirapona” [metyrapone] en los recuerdos traumáticos de las personas. Para tal efecto reunió a 33 hombres a quienes se les contó una historia “llena de circunstancias neutrales y negativas”, mismos que después tuvieron que repetir el cuento. El grupo se dividió entonces en tres partes: a los primeros once se les dio una dosis de metirapona, a los siguientes una dosis doble y a los últimos no se les dio nada. Cuatro días después se les pidió a todos que recontaran la historia antes escuchada. Los resultados no dejan de ser sorpresivos: a decir de Marin, los hombres que recibieron la doble dosis de metirapona recordaron con facilidad la historia a excepción de los detalles negativos (como cuando de un disco duro estropeado se pueden recuperar los archivos pero en fragmentos). Además, aun con los efectos de la metirapona agotados, persistía en aquellos once el olvido de esos eventos asociados con emociones pesarosas.
Estas posibilidades —que, como decíamos al principio, suenan menos a tecnologías de la ficción científica o mítica y cada vez más a realidades prácticamente inmediatas— han despertado un encendido debate neuroético sobre los alcances y usos de las drogas que modifican los recuerdos provocando el olvido. Quienes se manifiestan en contra se apoyan sobre todo en el argumento de que la memoria está estrechamente ligada a la identidad personal: sin sus recuerdos una persona deja de ser la que es. Un soldado, ponen como ejemplo, puede sentirse más inclinado a matar si sabe que ingiriendo una píldora olvidará su acción, borrando con una sola toma todas las posibles consecuencias que tiene matar a otra persona.
Sin embargo, quienes apoyan el desarrollo de estas drogas, en especial si se dirigen al tratamiento del trauma (como Adam Kolber, profesor en la Escuela de Leyes de Brooklyn), consideran un aspecto más justo (y quizá más humano) del problema: si una pastilla puede ayudar a las personas que padecieron una situación insufrible en su pasado a que recuperen su vida tal y como era antes de dicho quiebre, ¿por qué no fomentar su realización? La víctima de una violación sin duda se pronunciaría a favor de estas drogas.
Podría decirse que la cruzada de Kolber se reduce a una sola idea: que nadie debería sufrir por el sufrimiento mismo. A diferencia de otros escenarios en que la pena o la aflicción nos dejan algo a cambio —una enseñanza, experiencia, una nueva manera de ser y estar en el mundo, etc.— en otros casos se trata de dolor en su estado más absoluto, inefable, que deja a quienes lo padecen aislados y suspendidos, ajenos al ritmo habitual de sus vidas o de la del resto del mundo. Si nada puede obtenerse de ese sufrimiento, piensa Kolber, no hay razón para que determinada persona deba seguir llevando su trauma a cuestas. Antes mencionamos a las víctimas de violación y ataques sexuales, pero también podrían caber en esta categoría los torturados o los sobrevivientes de accidentes fatales.
Con todo, esta última posibilidad deja ver cierta arrogancia científica ante el destino personal de las víctimas. No son pocos los casos de personas que luego de sufrir una tragedia de ese tipo abrazan la causa de sus semejantes y pugnan porque nada de eso vuelva a suceder. Organizaciones que luchan contra la violencia sexual, que buscan el castigo lo mismo del dictador que del soldado último que ejecutaba la tortura o que hacen lo posible por prevenir tragedias naturales, viales, etc., muchas veces las dirigen personas directamente involucradas en circunstancias afines: sobrevivientes de una violación o del ataque de un pederasta, de un régimen totalitario, de un choque automovilístico. ¿Qué sería de esas organizaciones si todas esas víctimas hubieran decidido, simplemente, borrar sus malos recuerdos (consumando así una especie de suicidio parcial)?
Ciertamente el dilema no es sencillo de resolver, pero no es menos cierto que la investigación científica continuará haya o no un acuerdo en un sentido u otro. Seguramente antes de que las leyes lo adviertan una droga anti-memoria ya estará en el mercado, como en el escenario más futurista de algún relato sci-fi.
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